Esto de volver a ser soltera, después de los cuarenta y sobre todo tras tantísimos años de casada, se ha convertido en una suerte de asignatura pendiente en mi vida. De materia de arrastre, de tema del día. Es como si, de repente, yo no fuera más mamá, escritora, acuariana, neurótica o despistada, sino, primero y principal, SOLTERA. Ni siquiera “de este domicilio”. Como si tener pareja o no, definiera parte de lo que soy. Y hay quienes hasta me describen y me presentan así, sobre todo si está una ante un miembro desconocido del sexo opuesto. Un miembro con miembro, pues.
El martes pasado, por ejemplo, mi amiga María Rosa –queriendo hacerme un favor, supongo- se detuvo ante el entrenador de fútbol de mi hijo y le soltó: “Mira, Raúl, ella es mi amiga fulana de tal, y está soltera”. El hombre, de unos treinta y pún, se me quedó viendo como si le hubieran dicho “a ella le quedan tres meses de vida”. Me dio hasta lástima. Yo le di la mano con una pena horrorosa, y preguntándome por qué de pronto, ser soltera es un rasgo más importante que ser de Puerto Cabello, o que ser consumidora compulsiva de videos de YouTube, o que ser fanática de Hector Lavoe o que…
He llegado a pensar que ser soltera, a mi edad, es un estado civil que se toma más bien como un estado de emergencia. Digo, porque la gente se queda como con cara de signo de interrogación cuando viene y pregunta y uno va y contesta. Y a veces provoca como que ni ir ni venir. “Pero te has casado alguna vez, ¿no? Tienes hijos, ¿no?”. Sí. Sí. “Ahhhhhhhhhhhhhhh. Okey. Entonces eres divorciada”. Ah. Sí. Será. Y salgo como corriendito, como quien dejó una olla en la cocina, sólo que yo nunca dejo ollas en ninguna parte porque nunca cocino. Pero pongo esa misma cara, pues.
Lo peor del caso, es que, como todo en la vida, lo que no se practica se olvida. Y a mí, pues se me olvidó cómo ser soltera.
Sí. Soy una pésima soltera. Lo confieso. Digo, porque los demás solteros que conozco, andan locos de dejar de serlo. Se la pasan “de cacería”, como dice mi amigo Simón. Salen, van a discotecas, a bares, a lounges. Van al gimnasio. Se ponen buenotes y buenotas, se arreglan para bajar a botar la basura y algunos, los más extremos, se operan hasta la cédula. Es como… como si ser soltero/a y cuarentón a la vez, fuera algo de lo que hay que salir rápido. Y si eres mujer, mucho más. No vaya a ser que de “soltera” pases a “solterona”, y ahí sí. Se te acaba la vida. Ese sufijo, ese “ona”, es la peste. Ser solterona como que mata. “Ay mi amor, sal. Coge aunque sea calle” –me dice mi tía Trinita. “Mira que esto de morirse sola es muy malo”. Así me dice. Ella, que ni se ha muerto, ni ha estado sola un segundo de su vida, porque tuvo como cinco maridos y a todos sobrevivió. Nadie la manda a ser tan sana.
El próximo febrero cumpliré cuarenta y tres, y hay quienes desde ya me están deseando que Papá Dios, el Universo, Budha o Alá -dependiendo de las creencias de cada cual- me consigan un hombre. Mi cuñada María Margarita tiene a San Antonio puesto de cabeza desde hace meses y mi mamá reza para que consiga un novio “que aunque sea te cambie los bombillos, mi amor”. Yo les digo que no se me ha quemado ningún bombillo, que me encanta dormir sola, que ando feliz y tranquila, que… pero qué va. “Eso es una pose tuya. Todas las mujeres nos queremos casar”, me dice Diana, mi amiga ex-feminista.
Y yo me pregunto… ¿Tan intolerable es verme sin un tipo al lado? Las parejas de amigos ya no me invitan a sus casas, y cuando lo hacen, inevitablemente me quieren cuadrar con un amigo, primo, cuñado o familiar lejano recién divorciado, recién viudo, o recién mudado. Es como si la soltería estorbara un poco a los casados, o como si temieran que el divorcio se les fuera a contagiar.
No me canso de alimentar esta bitácora de mis aventuras y desventuras en este extraño estado civil que se me hace tan divertido, sobre todo a mis cuarenta y dos años y tantos kilos.
(publicado originalmente en la revista “SEXO SENTIDO”, Caracas-Venezuela, 2011)