“¿Que qué? ¿terminaron? ¿otra vez? ¿y esta vez como por qué?”.
Mi amiga Rosmary estaba desolada esa tarde de domingo. No le importaba el aumento que le acababan de dar en el trabajo. Le sabía exactamente a anime que a su hijito le habían dado una medalla en el colegio. Nada. Nada podía quitarle el sabor apocalíptico de la voz.
Sonaba particularmente suicida cuando me llamó esa tarde de domingo. Y eso que ella y su speudo novio (mucho más pseudo que novio) terminaban más o menos una vez cada seis semanas. O sea, Rosmary tenía que haber estado ya acostumbrada, digo yo. Pero qué va. Rosmary se desgarraba las vestiduras cada vez.
Lloraba lágrimas de vidrio molido y juraba que esta vez era definitivo… Eso, cada seis semanas. Que si porque le encontró al pseudo un mensajito de quién sabe quién en el Blackberry con una carita feliz de esas de pestañitas y besitos… porque el pesudo cambió el status en Facebook y quitó que tenía una relación… o porque le tuiteó algo a alguna mujer que no era ni conocida de ella, ni mayor de sesenta años, ni gorda ni vieja ni fea.
Porque no la llamó, porque la llamó mucho, porque llegó tarde, porque llegó temprano, porque, porque, por… En fin, ya yo estaba harta de Rosmary y su película repetida. Pedro y el lobo pues. Tal vez ahora sí era verdad. Tal vez el hecho de que no le haya querido prestar el carro para llevar al niño al dentista sí era imperdonable de verdad verdad y Rosmary al fin iba a cambiar la trama de la novela como para que no fuera tan predecible. O de repente era el pesudo quien esta vez no le llevaría flores al día siguiente y le tomaría la palabra y se iría a temperar el despecho en Aruba con una menos enrollada. Equis. Yo esa tarde de domingo entendí que ya el rollo de Rosmary me resultaba increíblemente estúpido.
Porque la verdad, es que cuando uno no es el protagonista de una relación, cuando uno está de público, desde afuerita, todo se ve chiquitico… liviano. Los conflictos cotidianos, esos mismos que hacen que uno se esmoñe con el marido, novio, resuelve, peor es nada, mientras tanto o lo que sea, lucen absolutamente banales. La peleadera eterna resulta una soberana ridiculez.
Para el que está afuera, repito. Porque lógicamente, cuando Tyson le arrancó la oreja a Holyfield en el ring, la adrenalina no lo dejó pensar “ya va, un momentico, seamos racionales… ¿para qué me voy a comer yo esta oreja? Tiene que haber una mejor manera de arreglar el conflicto?… ¡NO! Cuando uno está adentro de ese ring, cuando a uno le tocan el punto R (o sea, el de la rabia, el de la ira más primitiva), una cosa verdiamarilla te sube desde los pies y se te instala de súbito en el cerebro.
Ese hombre que tienes enfrente, ese que con sus acciones, con o sin intención, te está haciendo sentir malquerida, mínima, disminuida, amenazada, desplazada, acomplejada o cualquier otra cosa terrible y freudiana, ese tipo deja de ser el cielito lindo de mi corazón y pasa a ser EL ENEMIGO. Por equis, por ye o por zeta. La rabia lo transporta a uno a un lugar oscurísimo dentro de uno mismo. Y desde ese sótano, uno decide: Hay que acabar con esta relación PARA SIEMPRE. Aunque sea por un minuto.
Claro que hay relaciones de relaciones. Yo creo que Rosmary y su pseudo novio, por ejemplo, son de esa gente adicta al conflicto. De esos que aman terminar. Tal vez es para volver a empezar, digo yo. Tal vez son más sabios que todas las parejas. No sé. Yo no soy precisamente un paradigma en la materia. Pero eso sí: a estas alturas de mi vida, y habiendo sido tantas veces Rosmary, confieso que me da una flojera enoooooooooorme la peleamentazón, el teodioparasiempre hasta mañana, la colgadera de teléfonos (que no tiene ningún sentido desde que existe el celular, porque darle a “end” no revive para nada el efecto dramático de trancar con furia una bocina de verdad verdad, de cablecito en espiral, a conciencia), la tiradera de puertas, el mebajodelcarro… en fin. Me choca pelear. De pana. El drama, la energía gastada, el reguero de palabras espantosas imposibles de recoger, los gritos, las pataletas y las sentencias definitivas que después hay que tragarse con agua tibia. Es más, a veces prefiero hacerme la bipolar y de paso tomarme un par de polares bien frías… hasta que se me pase el efecto de la cosa verdiamarilla.
Rosmary me llamó tres horas después de aquella primera alarma. Esta vez, se habían arreglado más rápido que de costumbre ella y el pseudo. El hombre se había aparecido con más flores, una cartera y un anillo. Dispuesto a prestarle el carro, a dejarla ser parte de su vida y a cambiar su status de Facebook. ¿Qué tal? Yo, una vez más, comprobé que para vivir no hay manuales y que cada quien es feliz para siempre a su estilo… aunque sea de a raticos.
Indira Páez
Multi-Platform Storytelling Writer Digital Media & Integrated Solutions Telemundo Network Group / NBC Universal